La corrupción es el pan nuestro de cada día y, aunque la parte visible es la que leemos en los encabezados de las notas informativas, esta se sustenta en prácticas que parecen comunes y corrientes. El corrupto no es sólo Javier Duarte o Rosario Robles, sino también el MP que pide una “ayudadita” para agilizar la investigación, el policía de tránsito que exige algo “para el chesco” con tal de evitarnos una multa y quienes otorgan sobornos y aceptan las condiciones impuestas por el poder en turno para hacerse de beneficios.
Al corrupto lo hacemos todos, desde el que se queda callado porque el jefe es bueno “y salpica”, hasta el que prefiere pagar, antes que afrontar las consecuencias de sus actos o realizar los trámites de forma legal. La corrupción no es sólo desviar millones de pesos para las campañas o adquirir casas a costa de licitaciones amañadas; es un sistema y una forma de vida que se sustenta en la ignorancia, la flaqueza y la indiferencia de quienes preferimos callar antes que denunciar. El corrupto es hijo, amigo y compadre, es quien lleva pan a su mesa gracias a las amistades y favores que le permiten vivir al margen de la legalidad y robar al erario y a los contribuyentes.
La corrupción no sólo depende de los altos funcionarios sino de quienes no tienen acceso a condiciones de vida óptimas; se nutre de la pobreza y la desigualdad, de la falta de oportunidades, de la injusticia, de falta de ética, de la idea de que “si no robo yo, otro lo hará”, se legitima en expresiones como “el que no tranza no avanza”, “que robe pero que salpique”, “no me des, ponme donde hay.”
Aunque Andrés Manuel ha prometido acabar con el problema, la tarea que enfrenta no es sencilla, el sistema parece estar diseñado para que la corrupción permee y se mantenga; siempre llegará alguien dispuesto a hacer las cosas de manera ilegal, siempre hay un amigo, un pariente, un proveedor, alguien que necesite con urgencia agilizar algo, alguien cuya empresa dependa de tener un contrato con el gobierno, alguien que no encuentra trabajo y busca desesperadamente un poco de estabilidad. La corrupción es cultural en tanto se sostiene sobre prácticas sociales que la ven como un medio para conseguir un fin; mientras no existan mecanismos reales que castiguen esas prácticas y eviten su proliferación, será imposible combatir lo que se ha convertido en una forma de vida, no sólo para los altos funcionarios sino para muchos “pequeños” burócratas, personas de a pie y empresarios.
El castigo debe ir más allá de quién está detrás del escritorio, debe también atender a un proceso de sensibilización social y reconocer que el ciclo de corrupción atraviesa por muchas personas y manos, que no necesariamente son visibles y, que incluso, ha logrado mantenerse a lo largo de varios sexenios.
Limpiar de arriba hacia abajo, como AMLO prometió en campaña, podría ser la solución; no así el exhibir a quienes firman o dan la cara; como bien dijo Rosario Robles, ella no firmó nada… pero los mandos medios, sus colaboradores de confianza sí, ¿A ellos quién los juzga?, ¿A quienes recibieron el dinero de la estafa maestra quién los investigará?, ¿Cuántos corruptos basificados encontraría Andrés si se decidiera a buscar?
¡Feliz inicio de año! Los enfrentamientos entre los poderes de la Unión darán mucho de qué hablar durante los próximos meses, ¡haga sus apuestas!