Por Elizabeth Castro
El ejercicio del periodismo en México es una profesión de alto riesgo cuyos efectos son palpables a nivel social y político; el asesinato de periodistas no es un tema menor en un país democrático que busca transitar hacia gobiernos menos corruptos, más abiertos y transparentes. Matar a un periodista, implica silenciar una voz que denuncia y exhibe las arbitrariedades y excesos del poder, implica una afrenta social que busca amedrentar y silenciar a quienes observan y reportan las acciones de quienes se ostentan como autoridad en un país que no confía en sus gobernantes.
De acuerdo con el Balance Anual 2021 de Reporteros Sin Fronteras, durante el periodo, México mantuvo, “por tercer año consecutivo, su liderazgo como el país más peligroso del mundo para la prensa”; además, se ubica en la posición 143 de 180 países en la Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa, un informe que mide “la intensidad de la violencia contra los actores de la información” en los países; sin embargo, Andrés Manuel López Obrador ha declarado que los ataques a periodistas son utilizados para atacar a su administración, la cual, en sus propias palabras, se distingue por “la no persecución a los comunicadores y la no impunidad”… Cinco días después de esta declaración, la periodista Lourdes Maldonado, quien en 2019 acudió a la conferencia matutina del presidente para solicitar ayuda porque temía por su vida, fue asesinada.
El caso de Lourdes no es un caso aislado, la organización Artículo 19, ha señalado que en México desde el año 2000 a la fecha, se han documentado 148 asesinatos de periodistas, de ellos, 28 han ocurrido durante el mandato de López Obrador (dos de ellos en Oaxaca). Por si fuera poco, un reportaje publicado en Animal Político estableció que en México el 90% de los casos de asesinatos de periodistas permanecen impunes; como siempre, cuando se trata de la verdad, esta no parece estar del lado del presidente.