Por: Elizabeth Castro
El 21 de mayo el periódico El País publicó un reportaje titulado “Tragedia en la cárcel de mujeres: así estalló la ola de suicidios en el Cefereso 16”, un texto desgarrador que narra las condiciones en que viven 1,175 mujeres en la única prisión federal femenil del país, y que provocaron el suicidio de 11 de ellas durante 2023.
Los suicidios, no fueron casos aislados, ni el resultado natural de problemas psiquiátricos de las mujeres como lo dijo el personal directivo de la prisión; estas acciones son la consecuencia directa del maltrato, la poca atención médica y psicológica que reciben las presas, la incomunicación a la que son sometidas, la negativa de permitir visitas semanales, la falta de personal que custodie y brinde servicios a las mujeres, y la corrupción que permite el pago sumas estratosféricas que en 2021 promediaban un gasto de 6,634 pesos al día por persona.
En una cárcel donde las mujeres no contaban con atención ginecológica, no había medicamentos en la enfermería, y la comida que recibían estaba en mal estado; el pago millonario a Capital Inbursa, la empresa encargada del manejo del CEFERESO, es injustificable. Por si fuera poco, tal vez movidos por la necesidad de eficientar el uso del recurso devengado en esta prisión, a partir de 2022 centenas de mujeres fueron trasladadas a esta prisión, pese a que los delitos de los cuales eran acusadas no eran concernientes al fuero federal; así en la prisión convivían bajo las mismas condiciones, la esposa de un narcotraficante, una mujer sin sentencia, y mujeres que alcanzaron su libertad luego de que tras varios años de proceso lograron ser reconocidas como inocentes.
La impunidad que existe en esta tragedia deriva no solo de la corrupción, sino también de un desinterés institucional respecto a las condiciones de vida de las personas presas; y es que a pocos funcionarios y personas les importa ¿Por qué? Porque lamentablemente existe una creencia generalizada de que las personas en prisión se desdibujan de la sociedad, dejan de tener derechos y dejan de ser responsabilidad del estado (el mismo que las mantiene presas).
Además, en el imaginario colectivo la cárcel es sinónimo de culpabilidad, y aunque entendemos que no todas las personas que están presas son delincuentes, aceptamos que sigan ahí “por si acaso”, “porque algo han de haber hecho”, o porque “¿qué nos importa? Ni mi familia”; sin embargo, es esta falta de empatía lo que permitió que las recomendaciones de la CNDH y las quejas interpuestas por el Instituto Federal de Defensoría Pública no derivaran en acciones tempranas y eficaces que permitieran mejorar las condiciones de vida de las mujeres presas.
Los suicidios, son la evidencia tangible del abandono que se vive en las cárceles de México, pero sobre todo de la negligencia y la violencia que el estado ejerce en contra de 1,175 mujeres que permanecen en el CEFERESO 16, 40% de ellas sin sentencia, pero obligadas a seguir su proceso en una prisión de alta seguridad; muchas de ellas en edades que van de los 20 a los 40 años, sin acceso a opciones reales de reinserción social y sin acceso a los tratamientos médicos y psiquiátricos que requieren para su salud.
Si las personas que vivimos en libertad nos enfermamos cuando la pandemia nos impidió salir de nuestros hogares, imagine el sufrimiento de quienes deben pasar todo el día dentro de una celda minúscula, con poca comida, sin privacidad, sin poder hablar con otras personas, sin poder tomar el sol, sin poder respirar la poca vida que queda tras las rejas.
Imagine vivir sabiéndose abandonada y vulnerable ante un estado que es omiso y sostiene la idea de que la cárcel es justicia, aunque las Fiscalías no hayan podido comprobar la culpabilidad de todas las personas que están presas.