Por: Romina Silva Espejo
Llegamos. Su belleza hizo presencia desde minutos antes en carretera, cuando los colores grises comenzaron a cambiar por verdes; fue notorio como los edificios y las construcciones se remplazaron continuamente por árboles enormes; uno tras otro y, a pesar de ser tantos, no se sintió como el encierro de la ciudad.
Por instinto, lo primero que hacemos es bajar los vidrios del auto, pareciera que todos queremos oler y experimentar lo que ofrece el aire de este lugar; es muy fresco, pero puro, tan fresco, que lo sientes hasta los pulmones. El aroma a pino y a tierra son familiares, aunque sea nuestra primera vez aquí.
Las curvas de la carretera aún no terminan, pero no molestan; cada una de ellas nos ofrece un lindo paisaje para mirar, que por cierto, combina a la perfección con las canciones que reproducimos en el auto. Todos queremos grabar el momento; los inmensos pinos, la multitud de plantas, las nubes en el fondo, las enormes laderas y la canción de fondo. Todos sabemos que el viaje apenas comienza.
Al bajar del auto, lo primero que sentimos es la altitud, nuestro cuerpo la expresa con un mareo ligero que se va esfumando con cada respiración que tomamos de ese aire tan fresco y puro, que sólo experimentamos en este lugar. También sentimos frío, mi nariz lo siente y comienza a enrojecerse, mis manos también lo sienten, nuestros cuerpos saben que ya estamos aquí.
Después de aclimatarnos, nos dirigimos hacia la cabaña que nos refugiará esta noche; un sitio pequeño, cálido y rústico, pues no se necesita más cuando se tiene todo allá afuera. La cabaña tiene una ventana muy grande, la vista es hermosa, se aprecian cientos de pinos de todos los tamaños, unos más cerca que otros. Con un poco más de atención, la vista nos regala el vuelo de un ave o una ardilla trepando rápidamente.
Decidimos dar una paseo para conocer el sitio, es nuestra actividad favorita. Durante el recorrido, observamos plantas muy llamativas y otras más discretas, con flores muy pequeñitas de distintos colores. Nos encanta detenernos a admirar con atención la naturaleza y ella, nos premia con detalles de todo tipo: un pequeño manantial con helechos alrededor, una oruga colorida alimentándose de una hoja suculenta, un nido de colibrí en un arbusto, hongos de distintas formas en un tronco, líquenes en las ramas, flores preciosas, una mariposa y mucho más.
De regreso vemos el atardecer; el sol se esconde entre la multitud de pinos, es muy brillante y aún así nos permite verlo en sus últimos minutos; sus destellos crean con las nubes, que son tan densas, un mar de oro. Después del adiós del sol, el cielo comienza a tornarse más azul y ahora las nubes parecen algodones de azúcar.
Cae la noche y no hacemos más que contemplar el profundo cielo. Tanta oscuridad y nula contaminación lumínica, nos permite apreciar la vía láctea. No nos es posible llevar la cuenta de cuántas estrellas fugaces hemos visto pasar, cada una de ellas con el deseo de siempre, regresar a este lugar, al bosque.
21 de marzo, Día Internacional de los Bosques.
