Entre cempasúchiles y microbios: la vida que nace de la muerte 

Por: Romina Silva Espejo  

A inicios de noviembre, cuando las calles se llenan de música y los altares de flores, pan, fruta y luz, Oaxaca celebra el regreso de quienes partieron a la otra vida. Sin embargo, mientras todo esto sucede, el suelo celebra su propio ciclo en silencio. Debajo de nuestros pies, millones de organismos microscópicos trabajan sin descanso en un proceso que convierte la muerte en vida. 

El suelo no es sólo tierra: es un universo en el cual viven bacterias, hongos, algas, nemátodos y lombrices, por mencionar algunos. En este universo, cada miembro cumple una función. Los hongos descomponen la madera o las hojas; las lombrices crean túneles que promueven la ventilación y la mezcla de elementos; mientras que las bacterias transforman los restos orgánicos en nutrientes (carbono, nitrógeno, fósforo y potasio) necesarios para la germinación y el crecimiento de las plantas. Juntos, convierten los desechos en fertilidad. 

Sin este trabajo microscópico, no habría bosques, agricultura ni alimentos. En muchas comunidades oaxaqueñas, el compostaje y el uso del estiércol son formas ancestrales de devolverle al suelo lo que se toma. En las milpas, los residuos de la cosecha se dejan descomponer naturalmente para nutrir el siguiente ciclo. Es una sabiduría que la ciencia ha confirmado: los suelos vivos son los más fértiles, y la vida depende de que la muerte se transforme. 

Este proceso ocurre de manera constante. Todo lo que muere: una hoja, un insecto, un animal o incluso nosotros, se vuelve parte de ese ciclo invisible que sostiene la vida. Por eso el suelo es considerado un elemento vivo y fundamental dentro de la cosmovisión de los pueblos indígenas. 

Hoy, muchos suelos están enfermos. El uso excesivo de agroquímicos, la erosión y la pérdida de materia orgánica han reducido su capacidad para sostener vida. Cuidar el suelo no es sólo una cuestión técnica: es un acto de respeto hacia el ciclo de la vida y hacia la cosmovisión de nuestros antepasados. Evitar el desperdicio y dejar descansar la tierra son pequeñas acciones que reactivan la red invisible que nos sostiene. 

Durante el Día de Muertos, recibimos a nuestros difuntos con ofrendas, y al mismo tiempo, alimentamos a la tierra con flores, frutas y pan que se descomponen lentamente. En el fondo, ambos gestos son una misma forma de agradecimiento que une a la vida y la muerte. Y así, año tras año, mientras honramos a quienes se fueron, el suelo renueva la promesa de que la vida nunca desaparece: sólo cambia de forma.

Romina Silva Espejo

Instagram: @romissilva

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