Por: Romina Silva Espejo
Las belugas no son delfines, aunque su silueta pueda recordarlos. Ambos forman parte del grupo de los cetáceos, pero las belugas pertenecen a la familia Monodontidae, junto con los narvales, esos cetáceos famosos por su “colmillo” en espiral.
Estos bellos mamíferos marinos son fáciles de reconocer por su color blanco, sus ojos pequeños y la presencia de un “melón” en la cabeza, una estructura blanda y prominente que utilizan para emitir sonidos y comunicarse. A diferencia de la mayoría de las ballenas, las belugas tienen un cuello flexible, ya que sus vértebras cervicales no están fusionadas; esto les permite girar la cabeza con libertad y observar su entorno mientras nadan, dándoles esa expresión curiosa que tanto llama la atención. Además, su boca naturalmente curvada hacia arriba les da la apariencia de estar siempre sonriendo, lo que las hace aún más entrañables. Por si fuera poco, carecen de aleta dorsal, lo que se refleja en su nombre científico Delphinapterus leucas, que significa “el delfín blanco sin un ala”.
Aunque solemos asociarlas con el color blanco inmaculado, las belugas no nacen así: los recién nacidos son de color gris oscuro, que se va aclarando con el tiempo hasta volverse blanco puro cuando alcanzan la madurez, alrededor de los 5 a 12 años, dependiendo del sexo.
Para sobrevivir en las gélidas aguas del Ártico y subártico, cuentan con una gruesa capa de grasa corporal (llamada “grasa” o “blubber” en inglés) que actúa como aislante térmico y reserva de energía. Esta capa varía de grosor según la edad, la época del año e incluso el estado reproductivo de las hembras, y suele ser más gruesa en la parte trasera del cuerpo, lo que les ayuda a mantener el equilibrio y a flotar mejor. Además, tienen una relación superficie-volumen mucho menor que la de los animales terrestres (entre un 25 y un 50% menos), lo que les permite conservar mejor el calor.
Las belugas viven en aguas que pueden estar cubiertas de hielo gran parte del año y son muy fieles a sus áreas de distribución. Un ejemplo famoso es el de la Bahía de Hudson, en Canadá, donde cada verano, entre junio y septiembre, llegan más de 3,000 belugas. Allí se congregan en la desembocadura del río Churchill, donde el agua es más cálida y abundan los peces, una ventaja energética para las crías que nacen en la región.
Curiosamente, las belugas son conocidas como los “canarios del mar” por su gran variedad de sonidos: silbidos, chasquidos y gorjeos que utilizan para comunicarse y orientarse. Su sociabilidad y su capacidad para “sonreír” han hecho que sean uno de los cetáceos más queridos y fascinantes para la ciencia y el público.
Aunque las belugas no habiten en México, su historia nos recuerda que los océanos están conectados y que lo que ocurre en el Ártico tiene repercusiones en todo el planeta. El deshielo, el ruido de los barcos y la contaminación amenazan su mundo silencioso y helado. Cuidarlas es también cuidar el equilibrio del clima y la vida marina que compartimos. Conocerlas y hablar de ellas es un primer paso para proteger estos paisajes lejanos, pero esenciales para todos.
