El soñador

¡Ayer la soñé! ¡De pronto supe era ella! A la que siempre había estado buscando. Y ahora estaba ahí, sentada a mi lado, con una larga blusa negra y una falda corta también negra, su oscuro pelo largo y lacio le caía por el lado derecho, cubriéndole el hombro y el antebrazo. Platicamos largo rato sobre un tema que nos agradaba, reímos mucho y su sonrisa me trajo recuerdos vagos y extraviados, sus magros labios estaban cubiertos de esmalte rojo sangre y, cuando hablaba, mostraba las diminutas y radiantes perlas que por dientes poseía.

 

Durante todo ese incalculable tiempo no se levantó del sillón mullido ni cambio la posición de pierna derecha cruzada sobre la izquierda, de hecho, estuvo un poco inmóvil, aunque su vitalidad estaba a flor de piel. Yo me alejaba y acercaba a ella tratando de reconocerla, examinaba milimétricamente su rostro felino tratando de identificarla, no quería que ella notara que no sabía quién era, mientras sus ojos, profundamente grises, anotaban como destellantes brillantes, mi zozobra y extravío.

 

No quería que aquella plática terminara y deseaba extenderla lo más posible, mientras seguía pensando en mis adentros: ¿Quién es? Por supuesto que la conozco, de no ser así, no se diera esta plática tan amena. Su risa repleta de algarabía me daba a cada momento nuevos datos en torno a su identidad, pero al final, estos no eran suficientes para disipar mi duda. De vez en cuando volteaba hacia la amarillenta pared y redescubría aquellas manchas de humedad que, desde mi infancia vi y traté siempre de interpretar a partir de sus formas abstractas y grasosas.

 

Y ya a estas alturas, con cierta desesperación, ponía el rostro entre mis manos preguntándome forzadamente ¿Quién es? ¿Quién es? No hubo respuesta, no logré recordarla, no pude hacer las conjeturas necesarias. De pronto, al notar que no lograba yo conjuntar remembranza alguna, me dijo con voz densa, sopesando cada palabra en una aletargada pronunciación que se escuchaba como un eterno y lejano eco: ¿No me recuerdas verdad? ¿No sabes quién soy ni de dónde vengo verdad?

 

Me quedé atónito ante esa voz embelesante. No me dio tiempo de contestar y sus ojos grises se tornaron en feroz mirada de lava que salió cual avalancha sobre mi ser desprevenido, envolviéndolo en una llamarada incandescente.

 

¡Noooo! Grite en alarido… Al final, sudoroso y desesperado, desperté en la misma cama de siempre que, por cierto, tampoco reconocí. Salí corriendo a la farmacia de la esquina, y recordando el título de una canción de Joaquín Sabina dije agitadamente a la encargada: ¿Tiene pastillas para no soñar?

 

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